Press. LA EXPOSICIÓN CULTURAL: UNA RAREZA

Por Norberto Chaves



Author: Norberto Chaves


LA EXPOSICIÓN CULTURAL: UNA RAREZA

 

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La problemática cultural

Esta es una clase de apertura de un curso sobre Museografía Creativa, o sea, un curso instalado en medio de la problemática cultural. Y digo “problemática”, que no “temática”, pues, como es notorio, la cultura atraviesa una etapa de profunda crisis. La abstracción, implícita en la actual hegemonía de lo financiero sobre lo económico (la producción es desbordada por la especulación), comporta la correspondiente abstracción de las relaciones interpersonales. Se disuelve esa compleja trama de mitos, ritos y fetiches que articula la relación entre las personas transformándolas en comunidad: la cultura. La posmodernidad atestigua un fenómeno absolutamente singular, que en los últimos siglos no encuentra antecedentes y que ha sido descrito como “la disolución del sujeto”. Ya no se trata, por lo tanto, de un mero “cambio” de la cultura; pues dicho “cambio” incluye, en gran parte, su desaparición.

A partir de ese reconocimiento podemos superar la ingenuidad de suponer que todo lo que ocurre en los Centros Culturales, los Eventos Culturales, los Museos y Galerías de Arte sea necesariamente cultura. Gran parte de los bienes culturales — como productos y como prácticas — ha sido resignificado para el consumo de entretenimiento; incorporado en las redes del turismo de masas. De allí que yo haya titulado esta lección “La exposición cultural: una rareza.”

El objetivo de este discurso es proponerles superar el pensamiento ingenuo y/o perverso que ignora u oculta aquella verdad. Y superar la actitud más frecuente en el mundo de la cultura consistente en identificar, ingenua o perversamente, tendencia deculturadora con propuesta alternativa o de vanguardia. Se ha de poner la creatividad bajo sospecha. Parodiando a aquel fascista español, enemigo de la cultura , cada vez que oigamos la palabra “creatividad” deberíamos echar mano a la pistola.

Diversificación y expansión del género

No sé si el concepto “género” es aplicable a la exposición; pues la diversidad de tipos de exposiciones es altísima. La expansión y la heterogeneidad del “género exposición” impide una definición general precisa. Apenas podríamos decir que es el arreglo — generalmente efímero — de un lugar, que facilite a un público la percepción de una información en torno a un tema o contenido, para provocarle algún tipo de experiencia. El espacio, los contenidos, los modelos expositivos, el tipo de público y el tipo de experiencia son variables; no hay un patrón único. Veámoslo: 

El espacio expositivo carece de características únicas; puede ser interior, exterior o mixto; abierto o cerrado; delimitado o no; extenso o ínfimo; creado ad-hoc o preexistente, etc.

Los tipos de contenidos de las exposiciones son igualmente abiertos, artístico, científico, histórico, literario, documental, etc.

Los modelos expositivos también son múltiples y oscilan desde la máxima estandarización a la pieza única; del predominio del contenido al predominio del montaje, del estatismo a la movilidad. 

El tipo de experiencia que se le propone al público también es variable: informativa, persuasiva, educativa, emotiva, estética, lúdica, o cualquiera de las combinaciones y predominios posibles.

El tipo de público también es variable: las hay para el transeúnte ocasional, para el escolar, para sectores técnicos especializados, para sectores sociales culturalmente diferenciados, etc.

Esta diversidad no es consustancial al género exposición sino histórica: se ha disparado durante la segunda mitad del siglo XX y hoy cubre un espectro tan amplio que prácticamente llega a confundirse con la realidad: desde el escaparate hasta el montaje espectacular, desde el museo hasta el parque temático, desde la cultura en sentido estricto hasta el puro entretenimiento. La explosión del consumo visual ha espectacularizado la realidad y la exposición ha pasado a ser uno de los géneros — formales o informales — predominantes: el mundo ha devenido una “expo”.

El turista es, precisamente, un voyeur por excelencia: un trotamundos mirón que ha asumido al mundo entero como un escaparate de rarezas, como una Exposición Universal. Podríamos, entonces, reconocerle al término “turismo” una acepción más trascendental que el de mero “viaje de placer”: pensemos al turismo como arquetipo del consumo simbólico o, incluso, del consumo. No sería nada arbitrario, por lo tanto, que pensemos al propio individuo contemporáneo, al ciudadano medio, como turista; pues, salvo en un espacio reducido de sus actividades cotidianas en las que se ocupa y personaliza, el resto de su tiempo está dedicado a una divagación, a un viaje imaginario denominado entretenimiento.

Ese voyeurismo es el que pervierte el sentido de la concurrencia cultural: transforma cultura en “distracción.” Y este fenómeno hace un impacto decisivo sobre las exposiciones e, incluso, sobre la institución cultural en la que han nacido: los museos.

La ocultación de la realidad

Ese impacto, a pesar de su notoriedad, no suele tenerse en cuenta en los programas culturales. En cultura se opera, voluntaria o involuntariamente, como si se ignorara que ésta está extinguiéndose. Y si hay alguien que debe saberlo es, precisamente, el analista y operador cultural.

En el año 2003 llegó a mis manos un importante documento de 130 páginas denominado “Plan de Calidad de los Museos Andaluces.” En él se lee: El protagonismo de los medios de comunicación está siendo decisivo para el desarrollo indiscriminado de todo tipo de realizaciones, pero también hay que tener en cuenta otras transformaciones como las representadas por la globalización de los modelos económicos, la creciente demanda social de acceso a determinados servicios avanzados y recursos de interés cultural, la convergencia y el impulso político representado por nuestra incorporación a la Unión Europea, el protagonismo del sector público en la prestación de servicios considerados esenciales para los ciudadanos, la mejora generalizada de la calidad de vida y el papel que en ella juega la gestión del tiempo libre, así como también la preocupación que genera el proceso de estandarización y canalización que representan otras ofertas de ocio como la de los denominados parques temáticos.

Este es el único párrafo de ese documento que se parece a un diagnóstico; aunque no lo es. Un diagnóstico no es una enumeración caótica de síntomas. Tal enumeración, en realidad, oculta el diagnóstico: atribuye carácter de causa a aquello que son meros efectos de una estructura socio-económica nueva; una estructura que está minuciosamente descrita por los teóricos, pero que el citado documento omite.

Prueba de ello es que la única “preocupación” señalada en este texto se instala en un fenómeno caracterizado como particular: “el proceso de estandarización y canalización representado por los parques temáticos.” Dicho proceso, lejos de constituir un hecho anecdótico, hoy puede considerarse el modelo de la actual realidad de la cultura. Se trata de un proceso de contagio progresivo del cuerpo social con un fenómeno, originalmente aislado, cuya aparición preanunciaba el modelo futuro: el mundo entero ha devenido un parque temático no asumido como tal. El parque temático no es sino un instrumento de distracción, que concentra en un foco las características del todo.

Y esta artificialidad del espectáculo, que ha contaminado a la cultura transformándola en mero entretenimiento, aflora en otro párrafo de aquel documento, en el que se sostiene que tales circunstancias han ido conformando una nueva etapa en la vida de los museos de la que no son ajenos dos hechos fundamentales: el fenómeno de las exposiciones temporales y la utilización de prestigiosos profesionales como encargados de llevar a cabo la renovación de las infraestructuras museísticas.

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“El fenómeno de las exposiciones temporales” no es una afloración casual sino fruto de las políticas de “animación cultural” (concepto que últimamente se ha abandonado por resultar demasiado delator). Y los “prestigiosos profesionales encargados de llevar a cabo la renovación de las infraestructuras museísticas” no son sino las estrellas de la arquitectura-espectáculo, pieza clave de la mercantilización de la cultura. O sea, de su desnaturalización.

Una reciente viñeta de la revista The New Yorker, ilustra sarcásticamente la transformación de toda actividad pública en espectáculo para el entretenimiento de masas. En ella, una maestra de escuela les comunica a sus alumnitos que “hoy analizaremos las tres ramas del gobierno: la entreteniejecutiva, la entretenilegistitiva y la entretenijudicial”. Algo de esto hay en los operativos mediáticos del juez Garzón. Y el mismo género “noticiero” puede legítimamente considerarse la versión no física de la exposición de curiosidades socio-políticas.

Una variante: la exposición cultural

En principio, cabe aclarar que no puedo asumir en su totalidad un fenómeno tan extenso y heterogéneo. Sólo me ceñiré a un universo rico pero particular: el de las exposiciones específicamente culturales.

Partiendo de la base de que “cultura” no es consumo sino producción, por “exposiciones culturales” me refiero a aquellas que, por su contenido y por su modelo, proponen una práctica de reproducción del tejido simbólico que instituye a la sociedad como “comunidad”. Se trata de aquellas prácticas instituyentes del sujeto social mediante la recreación, en el individuo, de las matrices de la cultura. Dicho de otro modo, por “exposiciones culturales” aludo a aquéllas que se inscriben en el ámbito de la reproducción y no en el del consumo.

El individuo, al asistir a la exposición, no se limita a “informarse”: interpreta la documentación que se le muestra, a partir de sus matrices culturales y las confirma, modifica o profundiza. Experimenta esas matrices que lo constituyen como persona, al sentir que la exposición las hace aflorar. La exposición cultural no propone una información ni tampoco una sensación, propone la repetición y reactivación de las vivencias culturales. El individuo al reactivar esas vivencias (dormidas durante la vida cotidiana) se reafirma, se corrobora como sujeto social, o sea, como ser trascendente a su propia individualidad. En síntesis, toda experiencia cultural, aún la más insólita, es una experiencia de la memoria; al ver recordamos lo que somos.

Estas exposiciones que denomino “culturales”, en sentido estricto, son sólo un tipo entre otros, O sea, no todas las exposiciones tienen el objetivo de la reproducción cultural; pues gran parte de ellas, y cada vez más, se montan como evento animador dirigido a la satisfacción de la curiosidad por lo raro o lo insólito, a la búsqueda de entretenimiento, o sea, de consumo. 
Por eso, al poner el acento en este tipo de exposiciones, intento preservar del olvido un tipo de experiencia cultural esencial a la museología: la memoria. Quiero que hagamos memoria de cómo eran las experiencias de la memoria. 
Las caracterizaciones que realizaré estarán referidas a un modelo puro, extremo. Obviamente, en la realidad predominan los casos mixtos o impuros. Mis hipótesis han de ser, por lo tanto, relativizadas; tarea que dejo para Vds. 
Los rasgos distintivos de esta variante de las exposiciones son esencialmente cuatro y están íntimamente relacionados:

  • el carácter individual de la experiencia,
  • la primacía del contenido sobre el montaje,
  • el protagonismo del observador activo y
  • la irrelevancia de la acción promocional.

 

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La experiencia solitaria

Toda experiencia — y, ni qué decir, la cultural — es, por su propio concepto, personal, subjetiva. En esa experiencia íntima, el individuo está a solas con una expresión del patrimonio común: está gozando de la experiencia de pertenecer, al confirmar que padece una emoción y una ilusión y un saber compartidos. Para ilustrar esa experiencia, les traigo unas palabras de Frederic Mompou, quien, glosando su celebérrima “Música callada” (nombre tomado de San Juan de la Cruz), dice de ella que: “…es muda porque es de audición interna. Pudor y reserva. Su emoción es secreta y sólo cobra forma sonora a través de sus resonancias con la bóveda fría de nuestra soledad.” Bellísima descripción de la experiencia poética.

Pero la mayoría de las experiencias culturales suman, a esa intimidad, el componente colectivo como parte esencial. Ningún concierto, ninguna obra de teatro, ningún espectáculo de danza, ningún partido de fútbol, ninguna corrida de toros son tales si el espectador fuera uno solo. Vítores, aplausos, bravos, abucheos, aclamaciones, forman parte intrínseca de la experiencia. Incluso el silencio es colectivo: esa atención concentrada en el sonido del piano, compartida por toda la sala, es esencial al disfrute y muy superior a la de la escucha del mismo tema en un disco. El concierto es, además de una “emoción secreta”, una fiesta.

La exposición, en cambio, no es, no puede ser, una experiencia colectiva, a pesar de ser necesariamente pública. La experiencia es inevitablemente desacompasada: el itinerario, el tempo, las priorizaciones son individuales y heterogéneas. En el género exposición, lo que le esté ocurriendo a mi vecino es para mi irrelevante, superfluo. Su experiencia no incide sobre la mía. Y, si lo hace, será negativamente: tendrá el carácter de una interferencia.

En toda inauguración suele decirse que esa no es la circunstancia adecuada para disfrutar de la exposición; y que conviene volver otro día y a una hora que haya poca gente… o no la haya. “La inauguración” es otro género, distinto al de la exposición que se inaugura. Y requiere, como condición sine qua non de la presencia colectiva: es una celebración social.

En cambio, las mejores experiencias en exposiciones son aquéllas que ocurren cuando no hay nadie. Una experiencia suprema ha de ser entrar a El Prado por la noche, con una linterna en la mano, como los ladrones. Para robar experiencia artística. El arte no es una cosa, es un pathos. Recordemos los “Cuadros de una Exposición” de Mussorgsky: la impresión de cada escena sobre el visitante y ese “paseo”, leit motiv del tránsito del alma perpleja, entre cuadro y cuadro.

Este es un rasgo diferencial clave y que tiene consecuencias a la hora de la concepción y diseño de una exposición. Este es el núcleo paradojal de la exposición: un hecho social que propone experiencias puramente individuales.

Como la lectura del libro o, mejor, como el paseo urbano. El visitante de una exposición es un flâneur.

La primacía del contenido

En las exposiciones que denominamos “culturales” el contenido es su núcleo: el montaje está al servicio de la comunicación del tema, o sea, es “invisible”, transparente. El montaje tiene la misión de optimizar la captación del material expuesto mediante su adecuación a las condiciones objetivas de la contemplación. A diferencia de lo que ocurre con la “cultura de masas” (patético oxímoron), en las exposiciones culturales el medio no es el mensaje.

Esto es así pues el motivo único de la concurrencia es dicha apropiación cultural: el contenido es suficiente para captar el interés. El público no va a entretenerse ni a divertirse: va a re-crearse en el sentido fuerte del término. Por lo tanto todo elemento que lo distraiga o aleje de esa experiencia es contraproducente, incompatible con el objetivo de la exposición. Consecuentemente, toda crítica de una exposición, naturalmente se centrará en el material expuesto y, en todo caso, señalará la transparencia del montaje (en caso de ser correcto) o su opacidad (en caso de ser defectuoso).

El protagonismo del observador activo

El observador de este tipo de exposiciones no un mero observador pasivo: es un actor clave. Acude con actitud indagatoria: va dispuesto a realizar un “trabajo de lectura”. Acude en un acto de demanda cultural y no por mera curiosidad, abulia, o respuesta impulsiva a un estímulo, a una oferta.

En este tipo de exposición, las características “participativas”, “interactivas” o “transitivas” resultan redundantes, tautológicas. Sin participación activa del público no hay experiencia cultural. Y, para que la haya, basta la obra. Pero lo contrario, en cambio, no es cierto: no toda “participación” asigna carácter cultural a la actividad.

La vida cultural del adulto es el trabajo de recreación y potenciación permanente de las matrices adquiridas básicamente durante la adolescencia. El niño aprende jugando; el adolescente ya no: se prepara para trabajar, para operar sobre el mundo y sobre sí mismo. Al adulto no se lo educa, ni se lo cultiva, se le brinda la oportunidad de enriquecer sus propios paradigmas culturales necesariamente preexistentes. Ausentes estos paradigmas, toda aproximación a los bienes culturales será pura distracción, satisfacción de la curiosidad o, en el mejor de los casos, información.
De allí lo importante de que a las exposiciones (y toda otra experiencia cultural) se las articule prioritariamente con el sistema educativo y no con las redes de entretenimiento (tales como las turísticas); y, en ellas, nunca se priorice otra cosa que el contenido.

Nos lo aclaraba Rilke, el poeta: Creedme que todo depende de esto: haber tenido, una vez en la vida, una primavera sagrada que colme el corazón de tanta luz que baste para transfigurar todos los días venideros. Esa “primavera sagrada” es la iniciación del adolescente y esa “transfiguración” es la experiencia cultural.

La irrelevancia de la acción promocional

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Esta variante de la exposición condiciona plenamente no sólo su diseño sino su propia comunicación: su nombre, sus medios de difusión, su gráfica. En tanto en este tipo de experiencia la fuente de motivación está en el receptor, en su sistema de intereses, la experiencia no está inducida desde la oferta: no hay más presión persuasiva que la del propio interés del tema. El observador acude por decisión propia, automotivado, o sea, no hay que provocarlo, tentarlo ni sensibilizarlo. Simplemente hay que informarlo para que pueda acudir.

El modelo de convocatoria es el propio de todo espectáculo cultural clásico: el anuncio de un concierto, de una obra de teatro, de un curso académico; donde lo que predomina es la información. Un concierto de Pablo Milanés se comunica diciendo: “Pablo Milanés. 5 al 12 de Febrero. Palau de la Música Catalana.” Y, en todo caso, incluir una foto de su cara.

Dicho más tajantemente: la experiencia cultural, si es tal, no necesita del marketing ni de la promoción; le basta la información diáfana. Si para persuadir al público acerca de las virtudes de la cultura hay que apelar a técnicas extraculturales, no estamos comunicando las virtudes de la cultura. La cultura, por definición, se autopromueve. Cultura es promoción de la cultura.

Conclusiones

Había advertido, al inicio de esta lección, que su objeto no totalizaba el extenso campo de las exposiciones; que se restringía a sólo una variante entre otras; que ese tipo no era el predominante y estaba en declive; y que, por lo tanto, al reivindicarlo incurría, en cierto modo, en la utopía.

El cariz utópico de su reivindicación proviene de que ese modelo de exposición presupone – como lo he descrito – que su observador tipo está culturalmente motivado, o sea, integrado; que no necesita ningún auxilio en su labor interpretativa, o sea, ninguna manipulación retórica del material; y que tampoco necesita de cantos de sirenas que lo atraigan a una experiencia para la cual no esté espontáneamente inclinado. Hoy en día, esto es mucho suponer.

Ese público no es “ideal”: afortunadamente existe y las exposiciones a él dirigidas también existen. Siguen realizándose muestras de artes plásticas, de fotografía, de documentación histórica, etc. conforme el modelo que hemos denominado “exposición cultural”, libres de toda negociación con el montaje mediático y el rating.

Pero esta modalidad “clásica” ya no constituye la forma hegemónica. Los centros culturales con política agresiva de exposiciones dirigidas al mercado masivo no pueden descansarse en aquel “público ideal.” Pues dicho público no basta para justificar un programa generalizado y sostenido de exposiciones culturales propiamente dichas. Pues tampoco será suficiente para garantizar un mercado que justifique las inversiones en estas actividades.

Recíprocamente, suponer que desde una política de exposiciones puede crearse aquel observador ideal, transformando a los consumidores de entretenimiento en personas cultas, es también mucho suponer. Cuando mucho, tal política logrará incrementar el caudal informativo, del modo en que lo hacen las revistas o los canales televisivos de divulgación científica.

Una política de exposiciones culturales de real efecto culturizador ha de ser – salvo las inexcusables excepciones – una política de servicio a los centros educativos, donde hoy, paradójicamente, en lugar de formarse los ciudadanos cultos del futuro inmediato se reproducen los consumistas.

El adolescente es el único que está en tiempo y a tiempo de internalizar, a través de los bienes culturales, los patrones de la cultura. Después, será inevitablemente tarde. Los centros culturales y museos, para potenciar realmente la cultura de la población, deben centrarse en la tarea de instaurar en el joven aquella “primavera sagrada” de la que nos hablaba Rilke.

Esta lección se instala, entonces, en el cruce de dos utopías: la utopía (mía) de creer en la supervivencia de la cultura y la utopía (vuestra) de creer que la cultura puede transmitirse a quienes carecen de ella.

En estos asuntos, mi mayor ilusión sería estar equivocado.


NORBERTO NUEVO RETRATO 2 (2)Norberto Chaves. El liderazgo de Norberto Chaves en su especialidad es fruto de una larga experiencia, en la que han predominado los casos de alta complejidad planteados por empresas e instituciones de prácticamente todos los sectores, en España y Latinoamérica. Norberto Chaves (Buenos Aires, 1942) ha sido profesor de Semiología, Teoría de la Comunicación y Teoría del Diseño en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires y en la escuela de diseño EINA, de Barcelona, ciudad donde reside desde 1977.

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